Choque en la carretera federal

 

Por Horacio Corro Espinosa

Para el 10 de junio de 2019

 

Casi va a cumplir un año y todavía la boca le sabe a centavo, además, desde esa fecha le llegó la diabetes.

Todo lo que le pasó ese día, mi cuate lo cuenta como si hubiera sido ayer. Dice que iba manejando por la carretera Internacional, como lo acostumbra hacer cada semana, pues ese día era especial: era el cumpleaños de su esposa y quería comprarle un pastel de chocolate. Así que la sonrisa iba en sus labios y hasta iba ensayando las mañanitas para cantárselas a su amada.

La cosa es que a mitad del camino que se topa con un congestionamiento automovilísti­co. Más adelante se dio cuenta que estaban tapando los baches que habían provocado las últimas lluvias. La marcha era lenta, y la espera también. De vez en cuando avanzaban a vuelta de rueda. Me aseguró que eso no se le hizo pesado, pues se distrajo ensayando de las mañanitas.

Todo iba bien hasta que llegó a la esquina para girar a su izquierda. Allí estaba un señor con trapo rojo en la mano quien les hacía señas para continuar. Pero como nunca faltan los impertinentes, un trailer que lo rebasa por el mismo lado.

Mi cuate le tocó el claxón, pero nada, se siguió de frente y, conforme avanzaba, le rayaba todo lo largo de su carro. Se llevó la moldura y le desprendió el espejo lateral, claro.

El manejador del camionsote, desde su alta caseta de conducción, fingió no ver a mi cuate, mientras éste le pedía que descendiera de su trono para que viera el daño que había causado.

En su desesperación para evitar que se largara, se puso adelante del vehículo y el camio­nero le echo el armatoste encima. Mi cuate, ni tardo ni perezoso sino agilísimo, dio un salto tan espectacular para quitarse del paso del trailer que los demás conductores descendieron de sus automotores para ver la función, y de otro salto más, que se trepa al estribo, y ya arriba le reclamó furibundo al tipejo inconmovible para que bajara de su potente vehículo, pero qué creen, ni maíz, ni volteó a verlo siquiera.

Entonces, uno de los motociclistas se acercó para ver qué era lo que pasaba, y mi cuate respiró tranquilo y vio en el uniformado su salvación; pero qué creen otra vez, que no intervino para ayu­darlo en su desventura, pues lo acusó de ser el causante de su propia desgracia.

Dice mi cuate, que ese señor con rostro arrogante, botas recias y casco frío, se daba mucho empaque y no lo bajaba de impertinente. Pero enseguida llegó otro oficial y con voz suave le dijo que se calmara. Al chofer del monstruo aquel le indicó que se estacionara unos metros adelante, pero el del trailer ni lo peló tampoco porque siguió adelante,

Así que mi cuate se quedó tra­gando bilis, y desde entonces se quedó azuca­rado.

El oficial atento le dijo a mi cuate que si quería arreglar su caso tenía que perder unas dos o tres horas para acudir a las ofici­nas de tránsito. Mi cuate, bastante enojado, le dijo que no tenía caso ir porque iba a suceder lo mismo que le había dicho el motociclista, quien como todo un perito había dictado su fallo en su contra.

Lo que hizo mi cuate, fue regresar a su casa sin su pastel, sin sus mañanitas para su esposa, y sin su sonrisa, pero con un chipote hacia adentro de su vehículo.

Después de un año, mi cuate supo que los motociclistas nada tenían que hacer sobre la carretera federal.

 

 

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