‘La carta secreta de Darwin’ (Capítulos 18 y 19)

EXCELSIOR

Fedro Carlos Guillén une su pasión por la literatura, la historia y la ciencia en su nueva novela que hoy publica su nueva entrega

CIUDAD DE MÉXICO.

El científico y escritor Fedro Carlos Guillén sigue con interés todo tipo de cartas. Ahora une su pasión por la literatura, la historia y la ciencia en su nueva novela que hoy publica su nueva entrega

DIECIOCHO
Pedro Pablo San Juan regresó a su cubículo de la UNAM después de comer con Gabriela, la madre de Ana. Estaba devastada y sentía que había agotado ya todos los cauces posibles. La policía lo trataba como un asunto de rutina y no ofrecía ninguna pista, su llamada diaria a Locatel en la que tenían información de hospitales e instituciones asistenciales, ofrecía siempre la misma respuesta: “lo sentimos, no hay nadie registrada bajo ese nombre”. Habían analizado juntos todas las posibilidades, un accidente era improbable ya que ni en el forense ni en los hospitales hallaron información. La pérdida de la memoria era una opción, pero el pediatra de Ana les dijo que ello era muy improbable dado el perfecto estado de salud de la joven. La hipótesis del enojo y la rebelión fue perdiendo fuerza en la medida que pasaban los días. Evidentemente no se trataba de un secuestro, ya que nadie se había comunicado con Gabriela para entablar negociaciones. Esperar era todo lo que quedaba; no era devota de ninguna religión y aun así en algún momento pidió a un Ser Supremo por su hija, estaba desesperada.

Pedro Pablo la comprendía perfectamente y trataba de estar cerca de ella, reflexionaba sobre su incipiente relación y aún no sabía si estaba listo, pero sentía una profunda empatía por Gabriela, aunque él también tenía sus propios problemas; no esperaba el embarazo de Martina y supuso un desajuste significativo a la creciente estabilidad que estaban ganando después de la muerte de su madre. Sabía que su hija era fuerte, pero enfrentaba un trance formidable. La apoyaría con decisión, aunque pensaba que ella debería tomar alguna determinación. Estaba listo para discutir las implicaciones de cualquier salida. No le asustaba el aborto, Pedro Pablo San Juan era un libre pensador, no creía en Dios y alguna vez le había dicho a una mujer devota con la que salió, en medio de una discusión tormentosa: “Respeto a la gente que cree, pero me rehúso a que quieran que yo crea”. Por supuesto la cita se fue al carajo, pero eso pensaba; que la gente debería ocuparse de sus asuntos y de nada más. Revisó la información disponible, no era alentadora; los embarazos de adolescentes eran un problema de salud pública realmente importante. Se escandalizó cuando supo del caso de una niña de catorce años en Baja California que fue violada y obligada de manera legal a tener a un hijo que no deseaba. ¿Qué pasaba en este país? ¿Eran una turba de pendejos? ¿Él mismo era pendejo? Sabía que Martina tuvo acceso a toda la información que necesitaba y aun así estaba embarazada, coño, qué difícil.

Recordó a Beatriz, un vendaval de aire fresco. La conoció después de una conferencia en Guadalajara. Desde el estrado se observaba guapa, joven e interesada en sus palabras. Pedro Pablo era y siempre quiso ser un hombre fiel, no había duda, pero Beatriz era un remolino, le habló de sus obras, de lo mucho que lo admiraba y lo invitó a cenar. San Juan sintió que jugaba con fuego; después de todo era un hombre adulto, enamorado y con una hija que adoraba, pero la vanidad que sólo da la vejez, como pensar que podía hacer todo lo que era una costumbre hace veinte años, lo venció. Esa noche en su hotel se sintió cargado de un deseo que superaba a la culpa y cedió la batalla sin contemplaciones. Al día siguiente, cuando ella lo llevó al aeropuerto y se despidió con un beso largo, él se juró que era el fin y se impuso una tarea de galeote: no contestar llamadas, sacarla de su vida, pero le fue imposible. Su posición clandestina le incomodaba, pero la droga de la juventud lo tenía atado…hasta que Natalia enfermó.

Sintió que lo atenazaba la culpa, era una culpa correcta. Una mujer que entregó su vida por él, que desfallecía, no merecía una traición así. Le pareció melodramático, pero citó a Beatriz en un restaurante de la Condesa y le explicó con una determinación que no admitía réplica, que era todo. Ella lloró, mandó mensajes de texto hasta que él bloqueó su cuenta y se fue de su vida sin más. Ahora él se preguntaba por este espejismo y entendía que había sido un idiota, claramente no era lo que necesitaba y su egoísmo le acompañaba como una sombra de culpa, es por ello que daba pasos de gato con cautela de ladrón.

Trató de concentrarse en su trabajo, disfrutaba mucho sus tareas de divulgador científico. Hacía un par de semanas le habían pedido un artículo para la revista Nexos sobre el tema de las extinciones, empleó un par de horas en afinar sus apuntes y finalmente terminó, lo leyó en voz alta, una costumbre que su hija consideraba exótica:

Se van para no volver

Pedro Pablo San Juan
¿Por qué esta ave es tan extraordinariamente abundante?}

Alfred Russel Wallace a Charles Darwin (comunicación fechada en 1858, refiriéndose a la paloma migratoria, extinta en 1914).

Ignoro si el título de esta colaboración proviene del controvertido tema “Las golondrinas”, de lo que estoy plenamente seguro es de que lo escuché en boca de un querido amigo que se mecía como palmera borracha de sol en competo estado ebriedad (paradoja de paradojas) durante la despedida de una persona de cuyo nombre no quiero recordar.

Las extinciones son eso: pérdidas irreparables que podrían ser perfectamente equiparadas a la muerte de un ser querido. Si el tío Luis, bohemio, simpático y trovador es llevado a mejor vida por un expreso Joya-Tlalcoligia, es claro que no habrá manera de encontrar uno igual por más que se busque en el misterioso arte de la clonación. Lo mismo pasa con las costumbres de antaño; en la ciudad, por ejemplo, no se ven más osos y gitanos con un pandero bailando por las calles, como los vi yo en el jurásico; también se han ido juegos precámbricos como los hoyos o los quemados, que si bien eran divertimentos ligeramente pazguatos nos permitían a los infantes de ayer interactuar con seres humanos y no con Mario Bros que, como se sabe, es un señor con cara de matarife italiano de baja estatura y con un gorro digno de una demanda penal.

Por supuesto no pienso escribir aquí de mis nostalgias, que son muchas pero privadas, sino de los procesos de extinción de los seres vivos que representan un toque de amenaza y vergüenza para todos nosotros. Lo primero que hay que decir es que las extinciones son parte de un proceso evolutivo
natural, pues se ha demostrado ya que las especies cambian en el tiempo y se convierten en otras. Los datos con los que contamos nos indican que el 99% de las especies que han habitado este planeta se han extinguido…

Pedro Pablo hizo una pausa, se quitó los lentes de vista cansada que usaba para escribir y prendió un cigarro. Le asombraba la capacidad sistemática de los seres humanos para destruir los recursos del planeta. Recordó el calendario cósmico una idea del fallecido astrónomo Carl Sagan por medio del cual se comprimían los quince mil millones de años de historia del Universo hasta la fecha actual en un año calendario. De esta manera, el 1 de enero corresponde justamente al Big Bang y el 31 de diciembre a las 11:59:59 es el día de hoy. En este hipotético calendario el sistema solar aparece el 9 de septiembre, la vida en nuestro planeta surge el 30 del mismo mes, los dinosaurios el 25 de diciembre y los primeros Homo sapiens 10 minutos antes de la medianoche. La historia de la humanidad con sus avances descubrimientos y modernidad dura 21 segundos. “Somos unos recién llegados” -pensó San Juan- sin embargo, nuestra capacidad de transformación y destrucción de los recursos naturales, el calentamiento global y sus evidencias catastróficas parecerían evidencias suficientes para un cambio de ruta. Apagó la brasa de su cigarro, desechó la idea de incluir el calendario de Sagan en su artículo y continuó escribiendo… Disfrutaba mucho la divulgación científica y en ella invirtió el resto de la tarde tratando de terminar su ensayo.

Llegada la noche y con el texto terminado, Pedro Pablo se acomodó en su silla, encendió un cigarro y observó las volutas de humo ascender en una perfecta espiral.

DIECINUEVE

La amiga de Mónica falleció en el hospital por causas que los médicos no acertaron a explicar una tarde de julio. La muerte, inesperada y súbita, la tomó desprevenida, ella pensaba que aquello sería un malestar pasajero, después de atender una serie de diligencias absurdas en las que fue necesario inclusive demostrar que la enferma no provenía de un país asiático y en consecuencia era libre del peligro de un contagio. Fue un proceso agotador que sin la ayuda de Mauro hubiera sido impensable. Mónica, a pesar de mostrar carácter, se sentía rendida y sola. Decidió interrumpir sus vacaciones y regresar a Italia, Mauro, que había ganado cariño por la mujer, se ofreció a acompañarla e iniciaron el recorrido tomando un tren hacia el sur.

–¿Nunca te enamoraste? –preguntó Mónica una tarde que tomaban sus alimentos en el carro comedor.

Mauro interrumpió el viaje del tenedor, la miró, sonrió sutilmente y respondió:

–Cuando era muy joven en Venecia alguien me rompió el corazón y supongo que mi naturaleza medrosa me hizo nunca volver a intentarlo por miedo a otra decepción, entonces salí de Italia y, como sabes, me quedé muchos años en Down, un pequeño lugar cerca de Londres sirviendo al señor Darwin, un caballero que con los años ganó mi admiración. No te imaginas la cantidad de personas que lo visitaban y la correspondencia que recibía. Era un buen hombre y su esposa Emma también me trató muy bien. Sin embargo, era una vida solitaria en la que mis oportunidades de conocer a alguien eran muy pobres y asumí que las cosas eran así, no me quejo.

Ninguno de los dos advirtió que un hombre entraba al carro, portaba un gabán que parecía poco apropiado para la época del año, atravesó el pasillo y al llegar a la mitad sacó un pequeño revólver y dijo con voz calma:

–Damas y caballeros, como pueden advertir estoy armado, lo que me confiere una ventaja comparativa sobre ustedes. Les aseguro que estoy dispuesto a usarla si sus Gracias no me permiten aligerarlos de algunas pertenencias que este caballero –señaló a Mauro— pasará amablemente a recoger y que depositarán en este saco. Estamos a 10 minutos de llegar a la estación, así que suplicaría su pronta cooperación.

Se le veía tranquilo y relajado, de aproximadamente cuarenta años y buen aspecto físico. Le extendió una bolsa de viaje a Crivelli y con un gesto le indicó que pusiera manos a la obra. Éste se levantó de su asiento y obedeció iniciando un recorrido por el carro mientras recogía joyas diversas, relojes y dinero en efectivo. En su trayecto de regreso se dio cuenta de que el asaltante estaba distraído analizando el camafeo de una dama y sin pensarlo dos veces alzó la bolsa sobre sus hombros y golpeó en la parte lateral de la cabeza al ladrón. El golpe si bien no era definitivo, permitió que dos pasajeros se incorporaran y sometieran a su hasta ese momento victimario, al que ataron utilizando servilletas y entregaron a las autoridades al llegar a la Estación. Cuando el ladrón salía le dijo A Mauro, con un gesto que admitía una derrota en Flandes:

–Lo felicito, tuvo algo de suerte, pero reconozco su valor. Mis respetos para usted, señor.

El resto de los pasajeros se acercó para felicitarlo y Mónica muy impresionada le dijo:

–Eres un héroe.

Crivelli visiblemente apenado sólo acertó a sonreír y replicó:

–En realidad soy un hombre aturdido, los expuse a todos.

Mónica le tomó la mano por primera vez y le sonrió dulcemente.

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