‘Las malas lenguas’: la prueba de que todos hablamos mal

Ciudad de México
En Colombia —me cuenta Juan Domingo Argüelles—si se refieren a alguien que anda cachondo o caliente, le dicen que está arrecho. «Imagínate qué pensarán cuando en México alguien les ofrece una arrachera», remata entre risas.

Platiqué con él a propósito de la publicación de Las malas lenguas (Océano, 2018), un libro organizado en forma de diccionario que incluye «barbarismos, desbarres, palabros, redundancias, sinsentidos y demás barrabasadas». En otras palabras, un libro que recalca muchos de los errores que cometemos al hablar y escribir en español

Al pensar en malas lenguas lo primero que viene a la mente son groserías, pero Juan Domingo se ocupó de otras malas lenguas, las relativas a «la forma en que se habla y se escribe erróneamente y que, por tanto, afectan la comunicación» entre los hablantes. Es decir, los sinsentidos que provocan que el otro no nos entienda o, de plano, nos entienda mal.

Por inverosímiles que suenen, expresiones como «excepción ocasional», «puño cerrado» o «cita previa» se pronuncian con demasiada frecuencia y registran numerosas búsquedas en Google.

No faltará quien diga que no se equivoca, porque siempre piensa muy bien lo que dirá antes de pronunciar palabra. Error. «Todos estamos en riesgo permanente de regarla o decir algo mal», afirma el autor con certeza de hierro.

«Creemos que los mayores errores de la lengua se cometen en el ámbito popular. No es cierto, la lengua del ámbito culto está llena de inexactitudes, errores, faltas ortográficas, redundancias groseras. La mayoría no lo nota, porque como está muy segura de su prestigio y de su cultura, no cree que esté equivocada».

¿Por qué importa tanto hablar bien?

Tú me entiendes, él me entiende, ellos me entienden… ¿Entonces qué importa si digo cuartada por coartada, aun cuando la primera no esté registrada en diccionario alguno?

«El gran problema de hablar mal —responde Juan Domingo— es que del habla se pasa a la mala escritura. Estamos tan acostumbrados a hablar erróneamente, que escribimos erróneamente».

Pero el problema, considera él, no radica tanto en la equivocación como la ausencia de la duda. Por eso, «este libro tiene el propósito de mostrar que todos necesitamos de herramientas para escribir y hablar».

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Existe un factor quizá más relevante: la identidad cultural. «El idioma es un patrimonio», considera el autor. «¿Qué ocurre cuando echamos a perder nuestro patrimonio? La lengua acaba siendo denostada frente a otras que aparentemente tienen más prestigio».

¿Al diablo las instituciones lingüísticas?

Además de consignar casi 600 páginas de barbarismos, el libro hace una crítica a las academias encargadas de normar la lengua, que «generalmente no orientan del todo a los lectores y que acaban siendo parte del problema».

Eso no significa que debamos prescindir de las instituciones, pero lo cierto es que «han hecho mal su trabajo. La RAE ha sido muy manga ancha en ciertos casos y en otros absolutamente conservadora y retrógrada», lamenta.

No obstante —concluye Juan Domingo—, es importante que haya academias para normar el idioma, «porque la norma da unidad al idioma».