La saga del Cártel del Istmo: el capo Pedro Díaz Parada y sus fugas legendarias

MILENIO 

UN PAÍS SIN CÁRTELES

Una aeronave Beechcraft 80 derrapa sobre una pista clandestina y choca con las palmeras en un aterrizaje forzoso. Al impacto le sigue una fuerte explosión en el norte de Tequesquitengo, que llama la atención de los soldados desplegados por Morelos.

Los militares acuden a inspeccionar la zona, en teoría deshabitada, y se encuentran con kilos de acero deformado. Encuentran a un piloto herido. Está vivo, apenas. Un estadounidense que se identifica por su carnet de vuelo como Robert Nelson Read. Luego, aseguran la carga de la avioneta, matrícula N-254-K, que había despegado en la Unión Americana: llevaba un arsenal de pistolas, rifles y fusiles de asalto elaborados en fábricas al norte del Río Bravo.

Es una noche en el verano de 1984 y las policías estatales saben poco de derechos humanos. Sus técnicas de investigación son agua mineral con chile por la nariz, la bolsa de plástico en la cabeza, toques con batería de automóvil. Así que Nelson Read rápidamente confiesa qué hace con ese surtido de armas: es un encargo que debe entregar en un rancho en Teloloapan, Guerrero, bastión del “Cártel de Oaxaca”.

Esa agrupación es el dolor de cabeza de militares y policías en el sur de México. Sus líderes son los hermanos Díaz Parada –Eugenio Jesús, Domingo Aniceto y Pedro–, un trío que inició en el narcotráfico controlando el trasiego de marihuana y armas en su estado y que a punta de balazos iniciaron su expansión por Puebla, Morelos y Guerrero.

Pero, entre los tres, Pedro es el de mayor tonelaje. Es sanguinario, vengativo y engreído. No por nada a Eugenio le apodan Don Débil, a Domingo Aniceto le llaman Don Cheto y al mayor le han dado el respetuoso alias de Don Pedro o el Cacique de Oaxaca. Tiene sólo 33 años y anhela ser como Miguel Ángel Félix Gallardo, el Jefe de Jefes, pero en una versión del centro del país hacia abajo. Y se está armando para lograrlo.

No lo sabe aún, pero esa avioneta estrellada es un ave de mal agüero: un año después Pedro será detenido y la grandeza criminal que soñó para sí mismo jamás llegará a su destino. Su nombre no significará nada para los millennials pero para los más viejos, lo recordarán por una decisión histórica: ser uno de los capos de las drogas que ordenó, por primera vez en la historia moderna de México, el asesinato de un juez federal.

Los hermanos Díaz Parada inician con la cosecha de marihuana

En total, los Díaz Parada son nueve hermanos. Parecidos en ambición y frialdad a los narcos de la vieja escuela. Pero a diferencia de los sinaloenses de los setenta, no crecen en una pobreza asfixiante. Su niñez transcurre en campos fértiles de maíz, café, agave y marihuana en Oaxaca. No son ricos, pero tampoco desposeídos. Sí tienen, en cambio, un mejor recurso a la mano para subir los peldaños de las clases sociales: los contactos de su padre.

El patriarca Pedro Díaz, de San Pedro Totolápam, es un militante del Partido Revolucionario Institucional (PRI) con una carrera poco notable, pero con conocidos en posiciones políticas que le contagian la urgencia de hacer dinero sucio. Tres de sus hijos que procrea en Santa María Zoquitlán con Valeriana Parada –Eugenio Jesús, Domingo Aniceto y Pedro– buscan su propio destino siguiendo caminos distintos que siempre logran juntarse: el crimen organizado y la política.

Aprovechando su experiencia como “burreros” –traficantes de pequeñas dosis de droga– y la fecundidad de los Valles Centrales de Oaxaca, los tres cosechan marihuana que ofrecen por todo el estado. La calidad del cultivo es tan extraordinaria que sus cosechas llegan a oídos de Félix Gallardo, quien a finales de los setenta ya se perfila como el capo de capos gracias a sus convenios con políticos locales. Un halo de impunidad que inspira de sobremanera al hermano mayor.

Con el dinero que consiguen como los mejores proveedores de mota al sur del país, los Díaz Parada mejoran la posición de su familia entre los grupos políticos. No hay mejores aliados que ellos en la era del PRI, el partido único en el poder. Así que pagan campañas políticas, financian a caciques, prestan dinero a militares corruptos, copian el modelo sinaloense y hacen obras sociales donde el Estado reniega, como caminos rurales que llevan a centros de salud y el reparto gratuito de medicinas.

Sobre todo, innovan con un ofrecimiento: si los políticos locales les ayudan a crear una estructura criminal que produzca carretadas de dinero, ese andamiaje siempre se puede convertir en una estructura electoral, cuando se necesite. A cambio, exigen que el territorio oaxaqueño les sea entregado. Y cuando lo logran, a inicios de los ochenta, inspirados en la marca del Cártel de Guadalajara, se autonombran el Cártel de Oaxaca.

Hasta el primer lustro de aquella década, todo sale de acuerdo al plan de vuelo. Su poder, riqueza y notoriedad alcanzan nuevas alturas. Sin embargo, una decisión arrebatada de su socio e ídolo Félix Gallardo causará un desplome que llevará a Pedro Díaz Parada a prisión, donde tomará una decisión que cimbrará al Poder Judicial.

Una cacería para tranquilizar al gobierno de Estados Unidos

Un capo de las drogas siempre corre el riesgo de ser detenido, pero en 1985 ser un líder del narcotráfico es excepcionalmente peligroso. En febrero de ese año, El Jefe de Jefes, en acuerdo con sus socios Ernesto Fonseca y Rafael Caro Quintero, ordena el secuestro, tortura y asesinato de Enrique Camarena. Un supuesto aliado que, en realidad, era un agente de la DEA que se infiltra en el Cártel de Guadalajara y revela al gobierno de Estados Unidos la ubicación del rancho “El Búfalo” con más de mil hectáreas de marihuana. Esto es un golpe seco a las finanzas del cártel, que pierde entonces unos ocho mil millones de dólares con su incautación.

El gobierno estadounidense reclama a México que detenga a todos los implicados en el asesinato. Si no sucede, y pronto, agentes extranjeros entrarán a territorio nacional a hacer justicia por su propia mano. La amenaza pone al gobierno del presidente Miguel de la Madrid frente a dos vías: permitir la violación de la soberanía o quitarles el apoyo institucional a los capos y detenerlos, uno a uno, para calmar la furia del tío Sam.

Un cónclave en Los Pinos se decide por la segunda opción. Y arman un “paquete” de narcos cuyas cabezas serán ofrecidas para calmar el apetito de la DEA. Algunos son pesos pesados –como Caro Quintero o Félix Gallardo– y otros son pesos medianos, pero cuyas operaciones están ligadas a Estados Unidos. El caso del piloto Nelson Read, detenido apenas unos meses, se pone sobre el escritorio. Y ahí brota el nombre de Pedro Díaz Parada y sus hermanos.

La cacería se desata. El Cacique de Oaxaca se entera de que el secretario de Gobernación, Manuel Bartlett, autoriza su captura, así que busca refugio en otro cacicazgo de su tierra: el cobijo de su amigo y exgobernador, Eliseo Jiménez Ruiz, implicado en la Guerra Sucia y decenas de desapariciones forzadas. Pero donde manda presidente, no gobierna capo ni cacique, y en marzo de 1985 es detenido por el Ejército por delitos contra la salud y delincuencia organizada horas antes de tomar un vuelo que lo sacaría del país.

Días después, el 24 de abril, Pedro está sentado en la sala de audiencias del juez Pedro Villafuerte Gallegos. El encuentro entre ambos cambiará sus vidas y la historia del narcotráfico.

Uno está dispuesto a todo con tal de recuperar su libertad, tiene fama de matar tan rápido que puede llenar panteones completos; el otro, el juez Villafuerte Gallegos es un abogado experto en crimen organizado y ha mandado a tantos narcotraficantes a prisión que el gobierno habría hecho bien en construir un pequeño reclusorio sólo para sus sentencias. Los dos Pedros son implacables y lo demuestran en aquella sala: El Cacique tiene escrutada la mirada en el hombre que decidirá su futuro. El juzgador, en cambio, tiene el mazo de la corte y el Código Penal de su lado.

La sentencia resulta implacable: el juez Villafuerte Gallegos mandata un castigo de 33 años de prisión a sabiendas de que, sin el hermano mayor, el Cártel de Oaxaca difícilmente sobrevivirá.

Antes de ser llevado a su celda, Pedro pronuncia sus palabras más famosas que se inscribirán en la historia criminal nacional: “¡Yo me voy a ir, pero tú, hijo de la chingada, te vas a morir!”.

El juez recibe 33 tiros por cada año de sentencia

Sólo tres meses después de aquella amenaza de muerte, Pedro Díaz Parada se fuga de prisión. Las crónicas de aquel escape cuentan que sale por la puerta principal debido a un error estratégico del juez Villafuerte: en lugar de mandarlo a una cárcel lejos de su bastión, lo envía al penal de Santa María Ixcotel, Oaxaca, donde tiene amigos y aliados.

La vida del juzgador corre riesgo. El Poder Judicial saca al abogado de Oaxaca y lo reubica, en secreto, en Morelos. Desde ahí el juez, creyéndose protegido, sigue tirando mazazos a integrantes del Cártel de Oaxaca que trabajan de cerca con Don Pedro. Tres primos resaltan entre todos los que envía a las mazmorras: Felipe Cuenta, Reinel Cuenca y Marcial García, a quienes sentencia a 11 años de prisión a inicios de 1987 para hacerle sentir al capo que su reaprehensión se acerca.

Esos tres jefes criminales sólo pasan seis meses en prisión. Siguiendo los pasos de su líder también se fugan, pero ahora del Centro de Reinserción Social del Estado de Morelos, con ayuda de tres custodios. Ya libres se ponen al servicio del Cacique. Y el juez baja la guardia pensando que la amenaza caducó por el paso de los meses.

Se equivoca. El 20 de septiembre de 1987, poco después de las 8 de la noche, los expresidiarios Reinel Cuenca y Marcial García se estacionan frente a la casa en el número 104 de la calle Tepozteco, en la colonia Reforma de Cuernavaca. Esperan pacientemente a que Villafuerte regrese a casa y cuando lo ven salir de su auto lo interceptan usando un par de revólveres calibre 380.

Hay dos versiones sobre su asesinato: la recomendación 15/90 de la Comisión Nacional de Derechos Humanos establece que 14 balas perforan su cuerpo provocándole de inmediato un choque hipovolémico, es decir, se desangra hasta morir.

La otra, la más contada, la que alimenta el mito, es de la extinta Procuraduría General de la República: que sus asesinos dejan una nota sobre su pecho antes de abandonar el cadáver. “Balazo por año”, se lee en el mensaje en referencia a los 33 años que había dictado en contra suya. Y sí: el juez muere por 33 tiros.

El primer asesinato a un juez federal en la historia moderna de México

El homicidio de Pedro Villafuerte Gallegos es el primero contra un juzgador federal en la historia moderna del país. Después de él, sólo otros siete serán asesinados en México por sentar en el banquillo a integrantes del crimen organizado: Sergio Novales Castro (2000), Benito Andrade Ibarra y Jesús Alberto Ayala (2001), René Hilario Nieto (2006), Vicente Bermúdez Zacarías (2016), Uriel Villegas Ortiz (2020) y Roberto Elías Hernández (2022).

El magnicidio sacude al gobierno federal, que siente la presión de dar un castigo ejemplar para evitar más homicidios similares. Ante la embestida, Don Pedro y sus hermanos vuelven a Oaxaca y con ayuda de presidentes municipales, gobernadores, policías, militares y abogados continúan su empresa criminal. Su fortuna sigue creciendo como mata de marihuana hasta que en 1989 deben hacer otro cambio de planes.

Félix Gallardo es detenido en abril en una lujosa casa en la capital de Jalisco. El fantasma del agente Enrique Camarena sigue atormentando a los capos de México. El Cártel de Guadalajara se fractura y los líderes del Cártel de Oaxaca deciden trabajar con el resto de los narcotraficantes de Sinaloa, en honor al Jefe de Jefes. La alianza dura poco. Don Pedro vuelve a ser detenido en 1990. Pero su aprehensión sólo hace que su reputación aumente: no sólo es millonario, asesino de jueces y protegido por políticos de bajo rango, sino que ahora es un experto en desaparecer de las cárceles.

Dos años después de su encarcelamiento se vuelve a fugar, auxiliado de celadores corruptos y sale por la puerta principal del Reclusorio Oriente en la Ciudad de México hacia la libertad. Lo hace vestido de mujer y con una absurda peluca rubia.

Vuelve a la libertad y el país es otro. Un viejo conocido, Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, ha ganado una impresionante notoriedad y quiere desplazarlos de Oaxaca. Pedro Díaz, de inmediato, hace una alianza para impedirlo: corta el suministro de marihuana de alta calidad a los sinaloenses y lo ofrece sólo a los dos grupos más importantes del norte, el Cártel de Juárez y el Cártel del Golfo. A cambio pide protección para que nadie lo mueva de su centro.

Es 1993 y Don Pedro ofrece a sus nuevos asociados razones para apoyarlo: su feudo ya está más allá de Oaxaca. Mientras dormía en el reclusorio ha dictado órdenes para que todos amplíen su organización. Y sus subalternos le han cumplido. Por eso piensa en cambiar el nombre de su organización, que pasará de ser el Cártel de Oaxaca al Cártel del Istmo. De estatal a regional. Y se cuelga otro alías: el Capo del Istmo.

Tampoco sabe esto: así como hizo historia como el primer autor intelectual del homicidio de un juzgador federal, también será el primer gran capo detenido en la “guerra contra el narco” de Felipe Calderón.

Hasta los capos más grandes se desploman

La Procuraduría General de la República, en tiempos del presidente Ernesto Zedillo, registra el crecimiento del Cártel del Istmo: es 1995 y ya tienen células en Baja California y Tamaulipas, así como una presencia considerable en Chiapas, Guerrero, Veracruz, Morelos, Puebla, Tabasco y el Distrito Federal.

Además, los tres hermanos han aprendido de los líderes históricos del crimen organizado a ser discretos. No acuden a fiestas, no exhiben su fortuna, no se dejan fotografiar y apenas salen de Oaxaca. Sí tejen alianzas con mafias centroamericanas y sudamericanas, mueven toneladas de drogas por aire, mar y tierra y son tan rápidos como escurridizos. Se creen dioses pero olvidan que son mortales.

Eugenio Jesús es el primero en caer. El 11 de mayo de 1996 es asesinado de un balazo en la cabeza por un adeudo de 150 mil dólares. Dos años más tarde, Domingo Aniceto enferma gravemente y abandona el cártel. Para el año 2000 sólo queda en pie Pedro, consolidándose como una leyenda negra, quien cree que tiene la fuerza suficiente para sostener un cártel de viejo cuño. Y lo logra por seis años más. Nadie como él para transportar hierba. Tanto que suma otro alias a su currículum: El Zar de la Marihuana.

Durante el sexenio de Vicente Fox opera con alta eficacia y bajo perfil, por lo que su nombre ingresa a la categoría de los capos legendarios: esos que supuestamente morirán de viejos, millonarios y libres, en lugar de una celda en prisión. El Mayo Zambada, por ejemplo, estaba en esa categoría. Y extiende su vida criminal hasta la administración de Felipe Calderón, quien reconoce a su organización como una de las siete más importantes del país en el inicio de su sexenio y lo pone a la altura del Cártel de Sinaloa o del Golfo.

Pero su mito acaba el 18 de enero de 2007, a sólo 38 días de iniciada la “guerra contra el narco”, cuando lo ubican en la ciudad de Oaxaca. Militares y policías federales aprovechan que viaja sin escoltas en una camioneta cargada de marihuana y armas para detenerlo. Los uniformados traen bajo el brazo una orden de reaprehensión que, 14 años después, venga al juzgador asesinado con 33 balazos. Cuando se la muestran, Don Pedro se rinde sin poder disparar un tiro.

Medios internacionales, como la agencia Reuters, califican el arresto como el más importante hasta entonces, un logro de la militarización de la seguridad pública. Y el gobierno mexicano lo presenta a la ciudadanía como el mayor traficante de marihuana en siete estados del país y en Texas, Estados Unidos. Le apilan otro alias: El Zar de la Sierra Sur para enseñar que hasta los más grandes se desploman.

Su arresto acelera el colapso del Cártel del Istmo. Sin líder se hace añicos en brazos armados que se pelean entre ellos. En 2010, según la consultoría especializada en seguridad Lantia Intelligence, la organización criminal muere oficialmente.

Hasta 2018 un juez federal de identidad reservada sentencia al hombre de los mil alias a 15 años de prisión –más los pendientes que dejó tras sus fugas– en la cárcel de máxima seguridad del Altiplano, en Almoloya de Juárez, sin posibilidad de reducir su condena. Si sobrevive, volverá a pisar la calle a los 71 años, siempre y cuando no tenga procesos pendientes en otras fiscalías. La toga y el birrete oficializa su venganza.

Hoy el Cártel del Istmo no existe más. Pocos recuerdan a los hermanos Díaz Parada y sus crímenes. Lo que sí se mantiene en pie es una idea que flota desde la región Valles Centrales de Oaxaca hasta el resto de México: el Poder Judicial tarda, pero no olvida.