Los «mostros» mexicanos, la involución del esperpento

mostrosReúnen en un libro a esos personajes, que se caracterizan por haber sido hechos con miserables presupuestos y sin la capacidad técnica necesaria.

México

La historia de la cinematografía está repleta de criaturas que cualquiera, inclusive quienes no han visto los filmes, reconocería sin esfuerzo. Ejemplo de ello son Drácula, encarnado por Bela Lugosi o Gary Oldman; el ente Frankenstein, de Boris Karloff; el kaiju Godzilla, tanto el japonés como el gringo, y la niña de El aro. Pero pocos recordarán a aquellos pertenecientes al panteón mexicano que no sean las lobas, las momias guanajuatenses o los zombis que se enfrentaron al Enmascarado de Plata, o esas botargas mal hechas contra las que Chabelo y Pepito combatieron en una de sus aventuras más entrañables.

El malvado gato Bécquer, aquel felino que inclusive en la muerte atormentaba a Ofelia y sus amigas en Más negro que la noche (1975); el Vampiro Teporocho (1989), quien cambiara la sangre de jóvenes doncellas por litros de Tonayán y garrafas de aguas locas, y El macho biónico (1981), playboy que tras un accidente de avioneta resurgiera mejorado con una prótesis cromada, extensible y de larga duración, son solo algunas de las entidades que han quedado fuera de la memoria de los aficionados del cine nacional, y es probable que los videos betamax con sus historias grabadas estén erosionándose lentamente en algún clóset o botadero.

Por ello, en Mostrología del cine mexicano (La caja de cerillos, 2015) Octavio Serra, Rodrigo Vidal Tamayo, Marco González Ambriz y José Luis Ortega se dieron a la no tan peliaguda tarea de recuperar a algunos de los seres pertenecientes al cine azteca que no necesariamente infundieron terror entre las audiencias.

“El cine mexicano es muy variado, dirigido a todo tipo de públicos y eso era lo que queríamos recuperar, y justamente en aras de no vernos snobs dijimos que el mostro es una figura presente en el cine de terror, de ciencia ficción, de comedia e infantil, y por ello en el libro proponemos una nomenclatura que abarca lo más posible del espectro del cine mexicano, incluyendo videohomes y sexicomedias, para no dejar fuera ningún arista”, explica Vidal Tamayo a MILENIO.

Hasta picaresca

Pero ¿por qué mostro en vez de monstruo? Vidal Tamayo explica que la palabra “monstruo” siempre va a remitir a los seres importados del folclor anglosajón, como el hombre lobo y el vampiro, introducidos en la cultura popular por los filmes de los estudios Universal, mientras que los mostros son aquellos nacidos en las producciones nacionales, principalmente en los Estudios Churubusco y América, que generalmente han sido intentos de copia de los extranjeros, pero se caracterizan por haber sido hechos con miserables presupuestos “y sin la capacidad técnica para hacer un disfraz bonito ni efectos especiales decentes”.

“La palabra mostro existe en el diccionario, y la idea es utilizar mal una palabra común, porque si de por sí el monstruo es una transformación esperpéntica, el mostro es como una involución de ella”, agrega.

Para los mostrólogos, esas crtiaturas son muy variopintas: algunas tienen su origen en los tiempos prehispánicos, como La Llorona y El Nahual, y otras son meramente cinematográficas, como Los fantasmas burlones (1965) y El Barón del Terror (1962); sin embargo, siempre remiten a algo “bien mexicanote” y a la chacota porque puede que fuesen filmes de comedia o porque, a pesar de tener un tono serio, su mala hechura generaba risa.

“Hay que recordar que gran parte del cine mexicano se basa en la picaresca, y seres como Chiquidrácula, al que incluimos aunque técnicamente no es un mostro sino un niño disfrazado, pertenecen a películas que tienen humor de doble o triple sentido, y eso es algo que el mexicano va a esperar en sus personajes: si van a espantar, que espanten bien, pero si no, que al menos hagan reír”, detalla González Ambriz.

Los mostrólogos comentaron que actualmente no hay, o son casi nulas, las películas nacionales de mostros, porque el género del terror (donde fácilmente podría insertarse uno) ha evolucionado de tal manera que este es representado de una forma más real, “está más enfocado a retratar escenas de violencia extrema y cultura del narco, y ve la creación de mostros como algo infantiloide y no tan profundo”.

“También se debe”, continúa Serra, “a que los directores egresados de las escuelas de cine tienen un problema: no saben buscar a su público, los marcan desde el inicio de su formación con que tienen que ser ‘autores y artistas’. Eso crea muchas confusiones porque como ‘artistas’ que son no necesitan la validación de un público, y la única para ellos es si están en el circuito de festivales, copian la fórmula de las películas de ese medio, y ya sabemos que pueden ser contemplativas y sin mucho desarrollo narrativo. Y el mostro, al menos en México, está muy en complicidad con su público”.