Reforma judicial: Abogados, no candidatos

En su última entrega sobre la iniciativa presidencial, José Elías Romero Apis analiza los pros y los contras de distintos métodos de elección de jueces

EXCELSIOR

Aquí nos surgen varias interrogantes: ¿Qué es lo que se propone en la reforma? ¿Cómo es el sistema actual? ¿En qué cambia? ¿Qué pierde o gana el poder presidencial?

Vale aclarar que es una reforma orgánica. Que no es una reforma sustantiva. Que no es una reforma adjetiva. Que se refiere a los sistemas de designación en el mundo.

De nueva cuenta resurge el eterno debate sobre el sistema de designación de los ministros de la Suprema Corte de Justicia. La discusión no es nueva, sino viejísima. Tendrá unos 200 años o quizá un poco más, o quizá un poco menos.

La propuesta que ahora postula el gobierno también es rancia. La hemos escuchado en las últimas cinco décadas mexicanas porque carecemos de ideas nuevas. Por esa carencia, nuestra política actual parece un remake de otros regímenes.

Así que ahora se vuelve a decir que el sistema de designación no es bueno. Repito que de eso nos dimos cuenta hace dos siglos, pero no hemos encontrado uno mejor. El actual no es perfecto. El propuesto es peor. Y hay otros tres que están en las mismas.

Para comenzar, con el sistema actual la historia nos hizo una jugarreta. Primero se inventó el sistema de designación y después se inventó la atribución de la Suprema Corte. Equivale a primero inventar el piloto y después inventar el avión. No crean que estoy guaseando.

El modelo de Suprema Corte que seguimos nació en 1787 con la Constitución de Estados Unidos, como un tribunal de instancia cuyos ministros serían nombrados con la participación del Congreso y del Presidente. Hasta allí, todo bien.

Pero unos años después cambió el mapa de competencias y en 1803 la sentencia Marbury vs. Madison le confirió la más alta de sus encomiendas, la del control constitucional de los actos de los otros dos poderes. Así, se convirtió en un sistema contra natura que faculta a los enjuiciados para designar a los jueces que los juzgarán.

Este es el sistema que actualmente existe en México, en Estados Unidos y en muchísimos países. Lo podríamos llamar sistema autocrático porque se genera desde dentro del poder. Más aún, en México sólo se llega a ministro con la firma y la sonrisa del Presidente.

Sin embargo, no ha resultado tan malo porque los tiempos evitan que un solo funcionario designe a todos los ministros. En la actualidad, de 11 ministros, cinco fueron impulsados por el actual Presidente, dos ministros por Enrique Peña y cuatro por Felipe Calderón. Además, cabe decir que a todos los que ya hemos visto actuar de fondo, lo han hecho con suficiencia profesional, aunque no siempre todos acordemos con sus criterios.

El sistema que se propone como sustituto podríamos llamarlo sistema demagógico. Los mismos electores escogen a los tres poderes. Quizá se votarían en la misma casilla y hasta el mismo día. Serían postulados por los partidos políticos y los electores tan sólo seríamos sus paleros para dizque legitimarlos.

De seguro, mal equilibrio y mala garantía. Eso no sucede en ningún país serio. Se basa en preferencias, no en excelencias. El buen ministro debe ser un buen abogado no un buen candidato.

Un tercer sistema es el burocrático, basado en la antigüedad y la carrera judicial. Es un modelo escalafonario que puede aportar expertise, pero no necesariamente el talento y la inspiración que requiere el buen ministro. Un cuarto sistema es el meritocrático y se basa en la opinión de los gremios especializados, mismos que en México ni existen ni están reconocidos para tales efectos.

Un quinto sistema podría llamarse híbrido y se basaría en una mezcla de los anteriores sistemas con dos o tres ministros designados por cada uno de los métodos descritos. A todo esto, se han agregado otras propuestas que llegan al absurdo y que van desde el orden alfabético hasta el sorteo azaroso.

Por eso llevamos 200 años sin encontrar la fórmula de una perfecta fábrica de ministros, pero una casa hipotecada no se salva quemándola.

EL MAL CAMBIO

La gran mayoría de los abogados considera que muchos serían los daños que produce esta reforma. El sistema de elección provoca una inevitable politización y cancela la profesionalización, los incentivos y la carrera judicial.

Lo primero que sostienen sus autores es que la reforma judicial limpiará de corrupción a un sistema corrompido. Yo no creo ni lo uno ni lo otro. Ni que su característica esencial sea la corrupción ni que esta se corrija por métodos electorales. Pero no porque desconfíe de los gobernantes ni de sus intenciones ni de sus inteligencias. No creo, simplemente, porque me parece increíble algo que entra en colisión con la naturaleza, con la lógica y con la realidad.

Lo primero porque choca con la naturaleza, ya que la corrupción no está en las leyes, sino en los hombres. Nada más veamos que las leyes contra el narcotráfico son muy severas en todo el mundo occidental y, sin embargo, no han logrado, en ningún lugar, privar al mercado de su abasto de droga.

Segundo, porque topa con la lógica, ya que la corrupción es un tema de la moralidad no de la legalidad. Quienes no delinquimos no lo hacemos por mandato de la ley, sino de la ética. Mis abuelas nunca leyeron el Código Penal y, sin embargo, nunca mataron, nunca robaron y nunca defraudaron.

Tercero, porque se estrella con la realidad. No creo que todos los mexicanos quieren que ya no sean corruptos los agentes de la autoridad que tienen que ver con narcotraficantes, armeros, piratas, evasores, depredadores, robachicos, vendeórganos, polleros, hambreadores, contrabandistas, secuestradores, matones, violadores, rateros, extorsionadores, invasores, bloquedores, lenones, defraudadores, contratistas inmorales y que son el verdadero y firme sostén clandestino de la corrupción, deseando que sobreviva así para confort de ellos.

No estoy seguro de que así lo quieran todos. Este es un país donde no se respeta ni el reglamento de tránsito. Pero lo peor es que, a la autoridad vial honesta le tiene sin cuidado su cumplimiento y sólo vigila su infracción la autoridad vial ratera.

Prevengámonos de fantasías en el diseño de nuestros sistemas. La corrupción está sostenida por fuerzas recias y recelosas. La fuerza que sostiene al avión y al astro no la vemos, pero existe. No es cierto que esos objetos se sustentan en el vacío, sino que están sostenidos merced a una potencia muy real y muy concreta, aunque no la veamos. En la política, como en la física, nada se sustenta sin explicación.

Sin embargo, el mayor problema que genera la reforma no es la instalación del nuevo sistema, sino la destrucción del actual.

En cuanto a lo primero es inconveniente el sistema electoral. Eso tan sólo se le ha ocurrido a un país de luces jurídicas tan modestas como Bolivia y a ningún otro.

El control de constitucionalidad se deposita en jueces, magistrados y ministros de muy alta especialización. Para dar una idea al lector, un ministro requiere al inicio de su encargo, contar con una preparación especializada de 20 años. Repito que tan sólo para empezar. Calculen que un magistrado requiere 15 años y un juez requiere 10 años. Todo esto, después de haber obtenido el título universitario.

Esos abogados tan capacitados y tan lúcidos “no se dan en maceta”. Quizá se logra en uno de cada diez con los que se intenta. Además, abogados tan calificados requieren de vocación judicial que los arraigue en sus juzgados y no pretendan ir a los bufetes donde serían millonarios.

Pero allí va el mayor problema. Entre ministros, magistrados y jueces requerimos alrededor de 1,600 juzgadores. La dura realidad nos obligaría a intentarlo con 16 mil profesionistas para lograr el nuevo tribunal de excelencia.

Eso no se logra en cinco ni en 10 años, sino en 20 o 30 años. En pocas palabras, podemos quedarnos varias décadas con una justicia mediocre en materia de control constitucional.

Además, con una herida mortal al sistema de profesionalización judicial el cual, como ya dijimos, mucho se sustenta en una vocación de permanencia fundada en dos incentivos básicos que neutralizan la opulencia del servicio privado.

Uno de ellos es la permanencia en el empleo y que ahora desaparecería por las elecciones periódicas. Otro es el sistema escalafonario que brinda las esperanzas de ascenso basadas en la capacitación y en el comportamiento, lo cual desaparece con el sistema de elección. Y el último es el orgullo de una carrera judicial y no de una carrera política.

Además, cualquier persona sensata sabe que las bondades de la democracia no alcanzan a llegar a la filtración perfecta. No es cierto que seamos tan buenos ni tan sabios y por eso muchas veces hemos elegido estúpidos, cínicos, léperos, rémoras, sátrapas, rateros, asesinos, pérfidos y hasta vástagos.

Tengamos un poco de sensatez y no caigamos en absurdos. José Ortega y Gasset decía que “el pensamiento político debe ser física y no magia”. Pone, como ejemplo, la suspensión etérea. Para la física no existe la levitación porque esta ciencia no reconoce ninguna fuerza que no sea la real. Para la magia, la levitación es una fuerza que existe en la mente, en la voluntad o en la invocación.

Hoy, en la vida común y cotidiana, la física está muy legitimada y la magia está muy desprestigiada. Sin embargo, en la vida política la magia está muy bien posicionada. Sólo así se entiende que muchas personas crean que el Estado y sus instituciones básicas pueden mantenerse en pie y funcionar sin nada que las sostenga. Que lo mismo puede sustentarse en firme que flotar en el vacío. Que pueden sobrevivir sin alguno o ninguno de los seis factores que forman el estado puro de poder o estado de craticidad.

Y es que existe una oscura zona intermedia entre la física y la magia. Se le llama “truco” y se basa en la premisa fundamental de que no veamos la realidad y, por ello, imaginemos que una fuerza sobrenatural es la que actúa para la obtención del resultado.

OTROS ASPECTOS DE LA REFORMA

Sin embargo, es oportuno que los mexicanos volvamos a insistir, una vez más, en aquella demanda, ya muy antigua, de que en nuestro sistema de amparo no se entronice el principio de relatividad.

Expliquémonos sin tecnicismos.  El principio de relatividad es una especie de “candado” que determina que la protección constitucional sólo beneficia a quien la solicita y que lleva al absurdo de que un acto de gobierno o una ley no se aplique a quienes litigaron en contra de ella y lograron que se declarara inconstitucional y sí se aplique, a pesar de su inconstitucionalidad, a quienes no litigaron contra ella por ignorancia o por pobreza.

Existe, desde luego, la convicción generalizada de que es urgente una renovación de nuestro sistema de protección constitucional. Que el sentido y el itinerario de esa renovación se inspira en dotarlo de mayor alcance, de mayor acceso y de más agilidad y certeza.

Ello nos induce a considerar, antes que nada, de una manera seria y definitiva la remisión del principio de relatividad. En buena hora que casi todos los especialistas se han pronunciado por poner punto terminal a la fórmula Otero. Fue ésta, hace siglo y medio, una decisión sabia y prudente. Para otro tiempo, para otra circunstancia, para otro México.

Pero dicha remisión debe acompañarse de la mejor sustitución para que la declaración general de inconstitucionalidad produzca los mejores efectos y no, por el contrario, nos lleve a la parálisis o al sufrimiento de la vida nacional. Este ejercicio requiere, indudablemente, de la inversión de fuertes dosis de reflexión y de previsión.

En todo ello resalta la necesidad de corregir los vicios que hemos incorporado en un sistema de protección que se ha vuelto lo que nunca debió ser: rígido, complicado, lento, caro, elitista y, a la postre, débil.

Por otra parte, los tiempos actuales nos ponen advertencias sobre reivindicaciones de poder político que se fincan, también, en nuestro orden constitucional.

Así, hay prevenciones en el sentido de que una reforma de esta naturaleza no perturbe el equilibrio entre los poderes públicos.

Qué no decir de un planteamiento, incipiente pero recio, de los estados federados que reclaman participación en el sistema de protección constitucional, del cual han sido marginados de manera absoluta a través de un inexplicable e injustificado monopolio jurisdiccional de la Federación.

En fin, son decenas las cuestiones a las que habrán de aplicarse quienes están a cargo de las responsabilidades fundamentales de la Nación. No para hacer una ley al acomodo de los juzgadores. No para hacer una ley a la conveniencia de los gobernantes. No para hacer una ley al mero gusto de los legisladores. Sino para hacer una ley que revitalice y perfeccione un sistema que está urgido de nueva vida y de más nobleza.

En México todo el sistema de protección constitucional y, muy en especial el amparo, no solamente constituye una institución jurídica, desde luego entre las más nobles e importantes de nuestro sistema de Derecho. Si así fuera sería suficiente, por sí sola, para dedicar la existencia individual a su estudio, a su enseñanza, a su práctica o a su perfeccionamiento.

Pero, además de ello, el amparo constituye para el mexicano una vivencia. Se vive con la existencia y la presencia del amparo. Se le tiene presente como solución frente al abuso y el desvío. Para eso fue creado y por ello existe. No sólo para producir efectos de derecho, sino para producir efectos en la vida misma de los hombres.

Todos nuestros compatriotas, incluso los más alejados de los beneficios de la ilustración, han oído, en algún momento, de la existencia del amparo. Es, seguramente, la más difundida de nuestras instituciones jurídicas y, desde luego, la mayor depositaria de las aspiraciones de la justicia.

Se ha calificado al amparo como una institución plena de humanismo. Concebida y desarrollada para servir al hombre, por encima de todo. A todos los hombres como valor supremo. Es, por esencia, una instancia universal. Todos pueden acudir a ella y a todos, dado el caso, puede proteger.

Pero existe, hoy en día, la convicción generalizada de que es urgente una renovación de nuestro sistema de protección constitucional. Que el sentido y el itinerario de esa renovación se inspira en dotarlo de mayor alcance, de mejor acceso y de más agilidad y certeza.

Creemos que la sociedad mexicana ha madurado lo suficiente y que todos los mexicanos, incluyendo a la autoridad hacendaria, deseamos el mejoramiento de la justicia. Esto es particularmente importante en el México que viene donde tenemos que aprender a legislar más a través de la resolución jurisprudencial que de la reforma legal, dadas nuestras parálisis parlamentarias y dado que nuestros poderes locales cada vez pueden estar más expuestos a la tentación de extralimitación constitucional.

Los norteamericanos, por ejemplo, casi no han reformado su Constitución en el texto legal, pero constantemente lo han hecho en la forma de interpretarla que le ha dado la Suprema Corte. El estudioso del sistema constitucional norteamericano verá sólo una fantasía virtual si se atiene al texto de la Constitución. De ahí el célebre aforismo de que “La Constitución no dice lo que dice, sino que la Constitución dice lo que la Suprema Corte dice que dice”.

En fin, confiamos en el advenimiento cotidiano de mejores estadios de justicia y de mejor desempeño de las profesiones jurídicas: judicatura, litigio, fiscalía, defensa, consultoría y docencia, por mencionar sólo unas cuantas.

Para orgullo nuestro, México es uno de los 13 países más reconocidos por su excelencia jurídica. Junto con Estados Unidos, Canadá, Argentina, Chile, Colombia y Uruguay, en América. Y con Inglaterra, Francia, España, Alemania, Italia y Austria, en Europa. Ellos formarían un G-13 de calidad jurídica. Y, dentro de ello, resalta nuestro constitucionalismo y nuestros constitucionalistas. A ellos habría que preguntarles. Nuestra Constitución es una vanguardia mundial y todo congreso académico internacional no es completo sin expositores mexicanos.

Eso es una realidad y no el ilusionismo y la prestidigitación que pueden llevarnos a vivir en medio de una política truquera, fullera y charlatana que promete la ensoñación pero que nos aleja de un sistema de justicia que no se tuerza, que no se canse, que no se asuste, que no se equivoque, que no se arrodille y que no se venda.